Los libros que nos leen
Si no supiéramos leer, esta aparición de líneas rectas y curvas sobre la nada, o lo que es lo mismo, sobre esta espacio vacío que representa la hoja de papel digital o material, sería una de las abstracciones más salvajes a las que nos podríamos enfrentar. Pedazos de líneas en toda dirección, amontonándose en grupos que nadie reconoce como palabras, formando frases que nadie sabe que lo son, sería una experiencia verdaderamente extraña. La es para millones de personas en el mundo. Pero si estamos aquí es porque sabemos leer y esa destreza, adquirida por suerte para tanta gente en la niñez, puede hacernos olvidar el valor abstracto y poderosísimo del junte deliberado de líneas sucesivas para contar una historia. Puede hacernos perder de perspectiva que leer sigue siendo una acción de profunda e íntima libertad en la que transformamos la nada en un universo infinito, simplemente al seguir unas cuantas líneas amontonadas. El trazo, la palabra, un signo máximo de humanidad.
Es un hecho que somos el animal que cuenta historias y también el que las consume con un hambre insaciable. Consumimos relatos en todas partes, en series de televisión, en videojuegos, en podcasts, en diarios y revistas, en stories de Instagram, en mensajes de voz de WhatsApp, en canciones y películas, en el teatro, en audiolibros y en todas las expresiones artísticas. Pero sobre todo en los libros.
Cuando comenzaba mi carrera como periodista cultural en el 2003, en el mundo del libro no se hablaba de otra cosa que no fuera la desaparición del libro ante la llegada de los libros digitales. Documenté largamente la mentada amenaza a la que se enfrentaba el libro de papel, precisamente desde las páginas de un periódico impreso, donde se vivía el mismo asedio ante el advenimiento del periodismo web. Casi veinte años más tarde el panorama no ha resultado ser tan apocalíptico, al menos para el libro de papel. Por ejemplo, un estudio del 2019 la investigadora Maggie Louise Freeland titulado Libro electrónico vs. Libro de papel. Una guerra sin vencedor, que recopiló datos de la industria española del libro, se concluye que los libros electrónicos, aunque continúen creciendo en popularidad, no reemplazarán al libro de papel en un futuro cercano. Sobre todo porque, aunque son más costosos, las personas aún mantienen una preferencia por el libro impreso.
Hace veinte años debimos suponer que así sería, porque después de todo: ¿Puede haber un objeto más poderoso que aquel que contiene el infinito que es una historia? ¿Puede haber cosa más poderosa en una sociedad que una cosa misma que es espejo para todas las demás cosas? Desde ahí, desde ese profundísimo poder, es natural reflexionar acerca de cómo los libros que circulan con mayor popularidad en una cultura y sociedad, son reflejo también del estado de situación del lugar. Las cosas nunca son solo las cosas, pero cuando se trata de libros, la cosa/libro es cosa y refleja todas las demás. (Una pequeña digresión por aquello del uso constante y sonante de la palabra cosa. Como diría Luis Rafael Sánchez, si uno quiere redundar, uno redunda y en esas estamos).
Recientemente, leí con una necesaria dosis de inquietud el informe acerca del Consumo cultural en Puerto Rico realizado por el Lab Cultural, Observatorio de arte, cultura y economía creativa, que se concentra en los pasados cinco años dando seguimiento al informe del mismo tipo completado en el 2015. La investigación toma en cuenta una serie de factores desestabilizadores —los huracanes, terremotos y la pandemia— que han incidido en el consumo cultural, así como en todas las áreas de interacción social en la isla.
Lo primero que sacude de esta lectura de datos es el reconocimiento de que somos muchos menos. El último censo coloca la cifra de puertorriqueños y puertorriqueñas viviendo en la isla en poco más de los tres millones de personas (3,191,694), legitimando aún más la conciencia de que la puertorriqueñidad es una experiencia impensable si no se toma en cuenta la diáspora y su diversidad. De ahí que resulte necesario ampliar la mirada de análisis como estos en esa dirección, sin abandonar claro, la necesidad clara y concreta de identificar las tendencias a nivel isla. La puertorriqueñidad es una experiencia amplia, del mismo modo —y de un modo muy distinto— en que lo es ser puertorriqueñx en Puerto Rico.
Lo segundo que saltó a la vista en el informe fue el contenido de los libros que se leen en la isla, según documenta la encuesta. El informe indica que cerca de un 20% de las personas ha comprado un promedio de cuatro libros desde el comienzo de la pandemia y de ese grupo un 30.4% afirmó leer diariamente. Pero ¿qué lee la gente? Libros religiosos y de autoayuda. Un altísimo 38.8% de las personas lee principalmente libros religiosos y un 23.5%, libros de autoayuda. Un 21.5% lee novelas, seguido de un 21.2% que se concentra en libros de historia y biografías. El estudio detalla además que un “40.4% afirmó preferir literatura puertorriqueña, mientras que un 31.9% prefiere literatura iberoamericana o hispana. Previo a la pandemia, un 23% había comprado algún libro en los últimos 6 meses. En términos de la comparación con el periodo previo a la pandemia, un 26.1% afirma que su consumo aumentó, mientras que un 29.3% afirmó que su lectura disminuyó”.
El libro —aunque tiene muchísima competencia y no sigue el orden prevaleciente de la inmediatez— es el gran mecanismo para la difusión de las ideas. Lo hace de manera sosegada, dando espacio en la lectura a la reflexión y el pensamiento crítico y apostando al proceso mismo de creación de libro —pensamiento, escritura, reescritura, edición— como un espacio a través del cual es posible poner a prueba el pensamiento. Ahora bien, ¿qué significa que en una sociedad el libro religioso sea el de mayor circulación? ¿Qué dice sobre nuestra cultura lectora el que las ideas en torno a los dogmas y la espiritualidad, así como los libros de mejoramiento personal, sean mayoría de manera tan evidente?
Podríamos apuntar varias respuestas, pero valgan solo algunas. Por un lado, esta realidad es tendencia y responde a la historia misma del libro como objeto de difusión del pensamiento. Primero sirvió para transportar una fe y posteriormente para atrevernos a cuestionarla. Valdría la pena pensar también que esta realidad es una señal de los tiempos de gran incertidumbre que vive el planeta y ante la incertidumbre de la condición humana, la difusa certeza de la fe. Sería justo añadir además que eventos traumáticos como los que ha vivido el país en los pasados años tras el paso de los huracanes Irma y María, los terremotos que se sintieron en toda la isla y destrozaron el sur, la revuelta política del Verano del 19, la migración masiva y la pandemia, han generado una crisis de salud mental a nivel global que en Puerto Rico se manifiesta con sus propios matices.
El libro religioso se presenta ante esta realidad como un espacio de seguridad, mientras que el libro de autoayuda —género dentro del cual como en todos los géneros hay libros excelentes y otros de muy pobre calidad— resurge como un remedio ante una crisis de salud mental que el estado está incapacitado para manejar a niveles masivos. ¿Quién puede pagar una terapia o un deducible cuando no le alcanza para la canasta básica?
Cuando era joven solía mirar con desprecio esta literatura. Nos pasa a muchos de los que estudiamos formalmente literatura en la universidad. Hay una cierta soberbia en ese proceso que nos hace mirar con desdén, esta escritura que más que contar historias ofrece manuales para estar bien. Quizás porque muy pronto se aprende que no hacen falta decálogos ni instrucciones, cuando una buena historia nos permite entender mejor el mundo que nos rodea. Pero también porque olvidamos que el acceso a la lectura y la conexión entre nuestras experiencias humanas y lo que de un libro podemos aprender, está íntimamente ligado a la educación del país. Y hablar del sistema educativo de nuestra isla, es hablar de una serie de fracasos de entre los cuales —hay que ser justa— surgen alumnos excepcionales contra todo pronóstico. Es decir, cuando hay crisis de pensamiento crítico, el dogma y la vida según algún manual, ocupan el espacio. A su vez, sería injusto decir que no hay sabiduría, sosiego, arte y belleza en libros religiosos y de autoayuda. Obviamente, abundan obras rebosantes de ello, pero importa el momento en que recurrimos a estos libros porque dice tanto sobre el estado de las cosas.
Nos leen muchos de estos libros desde la infancia, los leemos en la adultez y la vejez, pero son, a su vez, estos libros los que a partir de un estudio como este nos leen a nosotros. Y la lectura es contundente: la crisis está instalada y estamos buscando respuestas con desesperación.